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    Sobre Alquimia del Alma: María Magdalena Campos-Pons

    Esther Allen

    "Estamos"—anuncia María Magdalena Campos-Pons, alegre y con ojos llorosos por estar de vuelta luego de una ausencia de casi treinta años—"en La Vega, en la vecindad de Manguito, en el municipio de Calimete, en la región de Colón, en la provincia de Matanzas, en la República de Cuba." No se trata tanto de un lugar como de toda una vertiginosa cosmografía. Es como cuando un niño escribe la dirección completa de su familia: calle, ciudad, región, país y añade Hemisferio Occidental, Planeta Tierra, Sistema Solar, Galaxia de la Vía Láctea, Universo. Por pura coincidencia sonora (una palabra deriva del basco baíka, la otra del árabe wãqi') La Vega, el caserío en donde creció Campos-Pons, lleva el nombre de una estrella: Vega, la más brillante en la pequeña constelación de Lira, el arpa, visible en el hemisferio norte desde la primavera hasta el otoño. Imagínese a una niña de diez años en La Vega, en punta de pies, estirándose tanto como puede con los ojos volteados hacia arriba, hacia un único punto de luz entre todos los círculos y espirales que fluyen y se dispersan a lo largo del cielo nocturno.

    Un tocayo es alguien que responde al mismo nombre que uno, un doppelgänger; el mismo camino, pero aún no transitado; una rosa con el mismo nombre, pero no necesariamente igual de dulce. Otro de los tantos tocayos de La Vega es Las Vegas, Nevada. Aquella ciudad recibió su nombre en la época en que el territorio en que se encuentra pertenecía al norte de México. Éste recién se independizaba del Imperio Español que controló a Cuba hasta finales del siglo diez y nueve. Una vega es un terreno bajo o campo fértil. La región fue llamada así en 1829 por un joven explorador mexicano que deambulaba por lo que parecía un desierto árido, sólo para encontrar un valle en donde los manantiales alimentaban las verdes praderas. Las irrigantes aguas de Las Vegas, Nevada, se han agotado desde hace mucho tiempo y su nombre trae a la mente ahora asociaciones muy diferentes en el país a que ésta pertenece. Los dados de la historia, su ruleta, han realizado también incesantes transformaciones en La Vega, Matanzas.

    En el Caribe, el término vega refiere casi siempre a una plantación de tabaco—los valles fértiles de las latitudes sureñas son el mejor lugar para cultivar la planta del género Nicotiana. Pero en lugar de cultivar tabaco, el hogar de la niñez de Campos-Pons produjo azúcar. Esto lo hace particularmente emblemático de lo que el antropólogo Fernando Ortiz, en un libro esencial de 1940, denominó el contrapunteo cubano: la perpetua antifonía en duelo entre "los personajes más importantes en la historia de Cuba."

    En su estudio, Don Fernando apunta muchas similitudes entre los protagonistas rivales: Don Tabaco y Doña Azúcar. Ambos son confeccionados a partir de plantas tropicales y destinados al consumo de la boca humana. Los dos fueron utilizados como remedio durante siglos; sin embargo, ambos tienen una asociación aún más antigua con la sensualidad y el vicio. Los dos son, a menudo, consumidos en exceso—ya por glotonería o por addicción; a ambos se les conoce por hacer daño al cuerpo humano. Los dos son de origen pagano, sin mención en el Viejo o en el Nuevo Testamento de la Biblia cristiana. El azúcar, por primera vez degustada por labios europeos por primera vez durante las Cruzadas, llegó por vía del mundo árabe durante el Medioevo. El tabaco fue presentado a Colón por los propios habitantes indígenas de Cuba en el año 1492—es uno de los tantos subproductos inesperados del descubrimiento de América. Colón (el pueblo de Colón, cerca de La Vega, lleva su nombre) se dio cuenta rápidamente de todos los beneficios que representaba el cultivar azúcar en Cuba y llevó caña para plantar allí durante su tercer viaje a América, en 1498.

    Ortiz no disimula su preferencia. El tabaco es artesanal: cultivado, cosechado y enrrollado en forma de puros por diestras manos humanas. Durante el curso del año agrícola cada veguero—como se le llama a los trabajadores de una vega—completa todas las fases de producción, en secuencia: planta las semillas, desmocha las hojas trabajosamente, las selecciona y las pone a secar para finalmente enrollar los puros. El tabaco es seco; sus elementos son el aire y el fuego. El tabaco es personal y pausado. El veguero trabaja solo, sin apuro, para el placer lento, particular, del fumador de cada uno de sus tabacos.


    Figura 1 | Sugar bowl and lid, 1825–50, silver, Cooper Hewitt, Smithsonian Design Museum, gift of Louise B. Scott, 1953-13-4-a,b. Courtesy of Cooper Hewitt, Smithsonian Design Museum/Art Resource, NY. Photo by Matt Flynn.

    El azúcar, por contraste, es una comodidad industrial hecha por una ardua mano de obra y maquinarias pesadas: es creada y consumida por colectivos. La zafra o cosecha de la caña, que tiene lugar sólo durante los meses que le siguen a su madurez (aproximadamente entre enero y mayo, en el Caribe) es tiempo de esfuerzo incesante, urgente (Figura 1). (Para un niño, para María Magdalena Campos-Pons, la cosecha era un momento de regocijo—"trabajo, trabajo, trabajo, belleza, belleza, belleza")—sin dudas preferible antes del tiempo muerto, cuando no había nada que hacer. El elemento del azúcar es líquido y los jugos a partir de los que se extrae comienzan a corromperse en el momento en que se corta la caña. El azúcar, por naturaleza, impone una división radical del trabajo. Los distintos equipos de trabajadores—en los campos de caña, en el central, en la refinería—deben de trabajar simultáneamente, cada uno haciendo el mismo trabajo físico una y otra vez, tan rápido como sea posible.

    Y luego, el tabaco es masculino. Su uso entre aquellos de origen europeo fue inicialmente reservado sólo para los hombres. A menudo, incluso en la actualidad, es visto como un rito de transici&oaacute;n a la adultez masculina. El azúcar es femenina; es el ingrediente primario del caramelo y de los dulces de la niñez. Las hojas de tabaco son naturales: son reconocibles incluso después de secas y enrolladas en puros. El mismo término puro remite a la pureza, además de al tabaco. Mientras tanto, el azúcar es impura, antinatural. La caña de azúcar debe de ser sometida a un largo y brutal proceso de cortado, exprimido, filtrado y destilado a través del cual abandona sus orígenes para convertirse en algo completamente diferente del propósito de la naturaleza. El azúcar es una ambiciosa estafadora, una prostituta, escribe Don Fernando:

    El azúcar cambia de coloración, nace parda y se blanquea; es almibarada mulata que siendo prieta se abandona a la sabrosura popular y luego se encascarilla y refina para pasar por blanca, correr por todo el mundo, llegar a todas las bocas y ser pagada mejor, subiendo a las categorías dominantes de la escala social.

    En La Vega—no una vega o sembrado de tabaco, sino un campo de caña o cañaveral, otro nombre que por un capricho de la historia pone a la mente a divagar por las nubes—Campos-Pons busca a su alrededor vestigios de su niñez. El árbol de Ceiba y el tronco del viejo mango todavía están allí, pero la palma y el almácigo (gumbo limbo) han sido arrasados por un huracán. (Para un niño pequeño, los huracanes eran también momentos festivos de agitación desmedida. Los vientos sacudieron los árboles de aguacate y mango, dejando el suelo lleno de frutas para recoger libremente. Todos en el pueblo se refugiaron en un albergue central; todos durmiendo juntos sobre mantas en el suelo). Los ladrillos se caen uno a uno de lo alto de la chimenea cuadrada, mientras el tiempo y los elementos los corroen; pero el carapacho oxidado de la campana aún está en pie: un recordatorio.

    Video | The bell of the former Tirso Mesa y Hernandez sugar factory tolls, La Vega, Matanzas, Cuba. Video by Chip Van Dyke/PEM.

    El propósito de esa campana era recluir el ciclo agrícola natural, del amanecer al crepúsculo, dentro de la severa cronometría del trabajo industrial. Por supuesto, ya para cuando Campos-Pons nació, los grupos que realizaban este trabajo no se llamaban esclavos y no lo habían sido por el período de tiempo de una vida humana. De pequeña, Campos-Pons y sus amigas solían adornarse con guirnaldas de flores, darse las manos en círculo y cantar y jugar en el mismo pedazo de tierra en que sus abuelos y bisabuelos, sus abuelas y bisabuelas eran desnudados hasta la cintura y azotados públicamente. El látigo penetraba la piel profundamente, una y otra vez, dejando infección y muerte o cicatrices que sobrevivieron a los cuerpos que las portaban. (Aún así, según recuerda Campos-Pons, La Vega de su niñez era un lugar imbuído de "tal generosidad, de tal entrega personal de una forma tan contagiosa como no he visto igual en otra parte del planeta.")

    En 1880, el gobierno colonial español decretó la abolición gradual de la esclavitud en Cuba. Aquellos aún esclavizados debieron continuar sirviendo sin ser remunerados por cierta cantidad de años, que variaría en cada caso. Todos fueron liberados y pagados para 1888. Pero la abolición cambió poco en La Vega de Tirso Mesa, tal y como ésta era conocida por esos días: La Vega cuyos campos, construcciones y herramientas eran propiedad de una persona llamada Tirso Mesa y Hernández. La cuestión de si él era el propietario o no de los trabajadores resultó insignificante en lo concierniente a sus intereses financieros. Antes, durante y después de la abolición, la plantación continuó realizando de forma estable la trasmutación mágica a que se llamaron todas las plantaciones de tabaco y azúcar: la metamorfosis de los fértiles valles y del músculo y el sudor humano en dinero.

    Tampoco cambió nada en 1896, durante la última revolución cubana por la independencia de España cuando la mansión de La Vega donde Tirso Mesa y su familia pasaban una parte del año fue quemada hasta las cenizas por fuerzas insurgentes. En ese momento la familia Mesa y Hernández estaba en Puerto Rico, en camino de regreso a Cuba luego de una estancia en Europa. Cuando se enteró de lo que pasó, cambió de planes y tomó rumbo a Nueva York para pasar los próximos cinco meses en un hotel de lujo, antes de proceder a un largo y pausado viaje a través de los Estados Unidos y luego zarpar de regreso a Europa.

    Para principios de 1898, alrededor de la fecha en que explotó el acorazado Maine en el Puerto de La Habana, ya había quedado bien claro que la rueda de la historia se estaba alejando del imperio español. Ese año, Tirso Mesa y otros miembros acaudalados de la sacarocracia cubana—la mayoría, como él, refugiados cómodamente en otro lugar—se apresuró tardíamente a donar fondos para la insurgencia. Estaban deseosos de mostrar su simpatía, antes de que los nuevos gobernantes cubanos tomaran el poder. Tirso Mesa aportó 20,000 francos suizos a los rebeldes cubanos. Los envió a través de Nueva York, desde una dirección en la Rue de Rivoli en París, de donde su familia había adquirido la residencia. El pseudónimo que utilizó para hacer la donación fue Colón.

    Más adelante en 1898, por supuesto, las fuerzas insurgentes cubanas y sus aliados americanos expulsaron para siempre al imperio español del Caribe; los Estados Unidos izaron su propia bandera en cielo cubano y se posicionaron para ocupar el país. La casa en La Vega fue reconstruida rápidamente y la familia Mesa y Hernández se mudó de vuelta inmediatamente, en 1900. Unos meses más tarde, no obstante, Tirso Mesa y Hernández regresó a los Estados Unidos para hacer una gestión rápida. Había decidido que debía de tomar otra medida adicional para proteger los intereses de su familia en esos tiempos tumultuosos —solicitar la ciudadanía del distrito sureño de Nueva York a la Corte del Distrito de los Estados Unidos. Juró solemnemente ante el juez que había residido continuamente en la ciudad de Nueva York desde 1888 y presentó testigos que confirmaron que su planteamiento era cierto. Una vez asegurada su ciudadanía, regresó prontamente a casa en Cuba, en La Vega.

    Justo después de la segunda ocupación americana de Cuba (1906–08), la Oficina del Jefe de Estado Mayor del Departamento de Guerra publicó un pequeño volumen llamado Notas de carretera, Cuba 1909, una especie de mapa verbal. La Carretera No. 9 conduce desde Vega de Tirso Mesa hasta Calimete y se describe como "una carretera de tierra bastante buena, factible para las carretas en época de seca". El libro dice: "Desde Vega (2.5 millas al sur de Guareiras) tome la carretera que va hacia el suroeste a una velocidad estándar; campos de caña a ambos lados, no hay cerca. Línea de teléfono tendida a lo largo de la carretera (tres cables)."

    A cada paso de las treinta millas que le siguen se recurre a la misma y concisa descripción: "campos de caña a ambos lados." Incluso con cables de teléfono trazados a todo lo largo del camino, que dan fe de la existencia de intereses económicos con necesidades urgentes de información, una carretera de tierra que atraviesa millas de campos de caña no recuerda mucho a un casino.

    Este La Vega no tiene toques de campanas, ni neón intermitente; no hay el cling cling de monedas saliendo de las máquinas, ni ganadores afortunados bailando contentos y pidiendo otro cocktail de ron, mientras encienden otro puro. No obstante, esos campos llanos y fértiles que se extienden tanto como el ojo alcanza a ver estaban aportando un torrente extraordinario de deslumbrante efectivo a los fondos de la familia Mesa y Hernández.

    Por entonces, el propio Tirso Mesa estaba muerto. Falleció en 1908 en Colonia Violet, otra de sus tantas plantaciones cubanas. El cuerpo fue transportado para que reposara en la mansión familiar de La Habana y enterrado en la bóveda de la familia, en el inmenso Cementerio de Cristóbal Colón—una bóveda que Tirso Mesa había mandado a construir cuatro años antes a un costo de $17,057.7 Es difícil estimar un precio en dólares para la propia La Vega en ese momento, pero entre las otras propiedades considerables que constituyeron la herencia de Tirso Mesa habían algunos valores en manos de sus banqueros neoyorkinos, que en 1914 tenían un precio tasado de $563,221.8 Solamente esos valores tienen un valor económico hoy equivalente a una fortuna de $82.4 millones.


    Figura 2 | "El Gran Mundo" cigar label, 1898–1920, Cooper Hewitt, Smithsonian Design Museum, gift of Dr. Ellery Karl, 1975-74-2-21. Courtesy of Cooper Hewitt, Smithsonian Design Museum/Art Resource, NY.

     

    Don Fernando Ortiz apreció el tabaco por ser aristocrático, artístico; el resultado de un proceso de selección altamente discriminatorio y por tanto, un tema de infinita especialización. En una simple caja de puros no hay dos tabacos exactamente iguales. El tipo de tabaco conocido como corona tiene ese nombre porque es hecho exclusivamente de hojas arrancadas una a una de la parte superior de cada planta. La producción de tabaco está obsesionada con la calidad y en sus jerarquías, el producto más fino y costoso proviene de Cuba: el habano. Por esta razón, las fuerzas centrífugas del mercado global llevan tabacos cultivados y manufacturados en Cuba a todos los rincones del mundo para el placer de los conocedores, que se niegan a aceptar sustitutos (Figura 2).

    Figura 3 | Workers harvesting sugar cane, Cuba, ca. 1908, National Photo Company Collection, Library of Congress, Prints and Photographs Division, gift of Herbert A. French, 1947, Washington, DC. Courtesy of Library of Congress, National Photo Company Collection.

    En la producción de azúcar, no obstante, todo lo que importa es la cantidad: producir más, más y m&aoacute;s (Figura 3). Alrededor de los 1940s, la época de Ortiz, las fuerzas centrífugas de dominación imperial y económica dirigieron toda la producción de azúcar cubana a un único mercado: los Estados Unidos. Durante la II Guerra Mundial el sesenta porciento del azúcar utilizada en las raciones de los soldados aliados, su chocolate y su leche condensada, provenía de Cuba. No obstante, esto no era claramente evidente para cada soldado americano porque como Ortiz enfatiza, todo el azúcar, sin importar de dónde viene—e incluso si no está hecha siquiera de caña de azúcar, sino de remolacha—tiene la misma apariencia y sabor. Su origen es un asunto de extrema indiferencia. Toda azúcar refinada es sólo azucar: un flujo uniforme de diminutos cristales blancos sin sabor discernible más que su dulzura. La observación de Ortiz acerca de la naturaleza indiferenciada del azúcar anticipa el famoso dictum de Andy Warhol sobre la democracia en los Estados Unidos: "Se puede estar mirando la TV y ver Coca-Cola, y saber que el Presidente toma Cola, Liz Taylor toma Cola y pensar que uno simplemente toma Cola también. Una Cola es una Cola y ninguna cantidad de dinero te puede comprar una Cola mejor que la que está tomando el vagabundo de la esquina."


    Figura 4 | Fidel Castro giving a press conference upon his arrival in Havana, 1959. Courtesy of Magnum Photos. Photo by Bob Henriques.

     

    En enero de 1959, cuando las fuerzas revolucionarias de Fidel Castro triunfaron y el gobierno de Fulgencio Batista, que tenía el apoyo de los Estados Unidos, fue destituido, la gente alrededor del mundo celebró y brindó con Cuba Libres (Figuras 4 y 5). Esa primavera, Castro hizo un tour triunfal de los Estados Unidos. Visitó Washington DC y se dirigió a una multitud eufórica de 35,000 personas en el Parque Central de la ciudad de Nueva York.


    Figura 5 | Cuba in the throes of new revolution, 1959, New York World-Telegram and the Sun Newspaper Photograph Collection, Library of Congress, Prints and Photographs Division, Washington, DC. Followers of Fidel Castro are shown posing with rifles on a monument in Matanzas, Cuba. The sculptures are of José Martí and a female allegorical figure of liberty brandishing broken chains.

     

    Para cuando Andy Warhol se le ocurrió decir que ningún dinero compraba una Cola mejor, nada en el mundo podría comprarle una Cola hecha con azúcar cubana—lo que no impactaba el sabor o el estatus de la Cola de uno, ni la del presidente. En ello radica la principal diferencia entre una marca global y una mercancía fungible.

    No obstante, el tabaco cubano era otro asunto. Antes de que el Presidente John F. Kennedy prohibiera la importación de todos y cada uno de los productos cubanos, le pidió a un asistente que saliera a toda velocidad a hacerle un mandado urgente. Al día siguiente, el 2 de febrero de 1962, cuando Kennedy volvió ley el embargo de los Estados Unidos hacia Cuba, 1,200 H. Upmann petit coronas, sus habanos favoritos, quedaban asegurados en posesión del Presidente—una reserva mucho más grande que la que el propio Kennedy necesitaría, a juzgar por el corto tiempo que le quedaría, pero no lo suficiente para sobrevivir las muchas décadas de embargo por venir (Figura 6). Ese octubre, la crisis de los misiles en Cuba acercó al Planeta Tierra más que nunca a la aniquilación por holocausto nuclear.


    Figura 6 | President John F. Kennedy smoking a cigar at a Democratic fundraiser in Boston's Commonwealth Armory, 1963, New York World-Telegram and the Sun Newspaper Photograph Collection, Library of Congress, Prints and Photographs Division, Washington, DC.

     

    María Magdalena Campos-Pons nació en el notable año de 1959, en que triunfó la Revolución de Fidel Castro. Mientras pasaba de ser infante a ser una niña pequeña el impulso de los revolucionarios era el de liberar a la economía nacional del amargo legado del azúcar. A pesar de este movimiento nacional, en La Vega el llamado era mantener las mismas exigencias y dar las mismas órdenes. Los campos de caña y el trapiche siguieron siendo los mismos capataces implacables de siempre. La gente de La Vega aún habitaba los barracones donde sus abuelos o bisabuelos vivieron una vez como esclavos. Mientras tanto, la economía cubana se tambaleaba y se hundía en una dependencia aún más profunda de otro gran poder. La fuerza centrípeta del imperio redireccionaba el flujo del azúcar cubana a un único comprador: la Unión Soviética.

    Entonces, en 1969 el gobierno de Cuba tomó una medida radical, a tono con la lógica implacable del azúcar que Fernando Ortiz había definido—la lógica del más, más y más. Decidió que en ésta radicaba el camino a la independencia económica, a la libertad—al menos de las cadenas del imperio. Cuba produciría la mayor cosecha de caña de azúcar de la historia: ¡la Zafra de los diez millones! ¡Con las ganancias de esta única cosecha masiva, el país saldaría todas las deudas con la Unión Soviética y aún quedarían fondos excedentarios con que financiar su propio desarrollo! ¡Por primera vez en la historia mundial, una nación pobre, pequeña, alcanzaría una prosperidad socialista independiente! Todos los cubanos sabían que incluso en su momento pico, a principios de los 1950s, la industria nacional de azúcar nunca había producido mucho más de siete millones de toneladas. En los años que le siguieron a la Revolución, la producción había declinado en un cincuenta porciento. Pero en ello radicaba el reto—y la excitación (Figura 7).

    Figura 7 | Cuban Prime Minister Fidel Castro giving a hand with sugar cane cutting, 1969. © SPUTNIK / Alamy Stock Photo.

    En términos económicos estrictos, el plan era una locura. Se sacrificaban todos los sectores de la economía cubana por un simple año de producción de azúcar. Incluso en el improbable caso de lograr una cosecha de diez millones de toneladas, Cuba quedaría a la escasa merced del mercado global de productos básicos que ya había, una y otra vez, desestimado cruelmente el valor de cualquiera que fuese la cantidad de azúcar que ésta producía. Mirando atrás, parece probable que aquello que Castro buscaba con esta zafra excepcional tenía que ver no tanto con el bienestar económico de la nación a largo plazo, sino con una nostalgia por el momentum, atizado por la adrenalina, de la revolución que él había triunfado hacía sólo un poco más de una década. Su energía carismática para movilizar a la gente, demandar el máximo compromiso de todos, poner todo en juego por un simple resultado y apostar el futuro económico de la nación a este único esquema traía de vuelta el arriesgado ajetreo de finales de los 1950s, antes de que la euforia de la victoria revolucionaria y los tumultuosos primeros años, de gran peligro a escala internacional, dieran paso a las obligaciones y frustraciones mundanas del gobernar cotidiano.

    En esta Zafra revolucionaria, el agotador trabajo de la mocha—el corte manual de la caña—no fue dejado a aquellos que vivían entre los cañaverales, muchos de los cuales eran descendientes de esclavos. Fue asumido por la totalidad de la sociedad cubana y todos aquellos de otras regiones del planeta que fueron lo suficientemente nobles como para querer sumarse. Porque, según Castro, el cultivo de la caña de azúcar era el tipo de trabajo que "un hombre libre puede asumir sólo sobre la base de la más profunda conciencia revolucionaria".

    1970 era el año de la Zafra, cuando toda Cuba fue a los campos a cortar caña. Cada cubano físicamente apto, mayor de 18 años, participó. También lo hicieron brigadas de internacionalistas que vinieron de Francia, Vietnam, Japón, Canadá y los Estados Unidos. Una vez más, Doña Azúcar atraía a trabajadores de alrededor del planeta para que trabajaran sus campos. En esta ocasión, éstos no fueron secuestrados, encadenados, transportados en barcos de la muerte y en el caso improbable de que sobrevivieran el viaje, vendidos, marcados, golpeados y forzados al esfuerzo físico despiadado e incesante. Esta vez venían voluntariamente y por corto plazo.

    Los trabajadores fueron convocados y respondieron a la convocatoria bajo la asunción de que como mismo el azúcar existe en cantidades indiscriminadas, el trabajo que ésta demanda es también mercantilizado indiscriminadamente y puede ser medido y sopesado en totalidades brutas. Así, todo juego de brazos y espalda humanos es equivalente a cualquier otro. Si alguien lo hubiese estado escuchando, el pueblo de La Vega hubiese podido explicarle que este no es el caso y hasta predecir lo que iba a pasar. Incluso una niña de once años como María Magdalena Campos-Pons—cuyo padre se fue a los campos de caña a trabajar desde los doce años cantando una canción yoruba que aprendió de su bisabuelo—podría haberlo dicho. Alma Guillermoprieto, quien en ese año era profesora de danza de la Escuela Nacional de Arte en Cubanacán, en donde Campos-Pons estudió arte más tarde, podría haberlo dicho.

    Cualquier bailarín le podría haber dicho a Fidel que los movimientos del baile de la zafra—elásticos para agacharse hasta el nacimiento del tallo, donde está almacenada la mayor parte del dulce, fuertes para cortar el manojo de tallos de un solo machetazo, y precisos para quitarle a cada caña sus hojas y apilarla con toda rapidez al lado de sus hermanos—no se aprendían ni en uno ni en muchos días.”

    Cualquier persona que creció en La Vega le pudo haber dicho a Don Fernando Ortiz que a pesar de toda su vívida erudición, su ingenioso contraste entre el tabaco y el azúcar tenía una cosa errada: el cultivo de la caña demanda un grado extremadamente alto de atletismo y habilidad. Cultivar la caña no es como ir a una marcha. La consciencia revolucionaria sola no confiere la habilidad de hacer uso efectivo de un machete. Un segador experto y competente corta siete u ocho veces más caña en un día que el más apto ser humano ordinario y diez o doce veces más que el doctor, el abogado, el músico, el artista o el profesor promedio, presionados a servir en los campos. La Zafra de los diez millones de 1970, que descansó fuertemente en el trabajo de gente sin experiencia previa en los cañaverales, no logró alcanzar su meta por una diferencia de millones de toneladas. En su despertar, la producción de azúcar cubana regresó a un largo declibe. El paisaje de La Vega quedaba cada vez más poseído por la presencia espectral de máquinas extenuadas, líneas de tren retorcidas y chimeneas derruidas: fantasmas de demasiado concreto dejados atrás por inmensas montañas de azúcar que nunca fueron producidas. La zafra del 2015, una de las más grandes de Cuba en los años recientes, resultó en una cosecha de 1.6 millones de toneladas.

    Video | Campos-Pons gathers with family and friends of her childhood home in La Vega, Matanzas, Cuba. Courtesy of Chip Van Dyke/PEM.

    En Alquimia del Alma, elixir para los espíritus, María Magdalena Campos-Pons desarrolla aún más la polémica que la gente de La Vega pudo haber sostenido con Fernando Ortiz. Detona sus contrapuntos binarios y traza nuevas constelaciones entre los aces cristalinos de luz que encuentra en el oscuro cielo de la historia. Para Ortiz la cuestión es ésta: el tabaco es innecesario. Eso lo hace, a sus ojos, elevado, poético, intelectual, espiritual. Don Fernando describe su propia obra—el propio Contrapunteo cubano—como un juguete, una burbuja más ligera que el aire, una serie de aros de humo exhalados placenteramente durante el pausado consumo de un tabaco. Fue la introducción del tabaco, afirma Ortiz, la que generó las utopías de la Europa del siglo dieciséis, a menudo emplazadas imaginariamente en islas del Nuevo Mundo: visiones de un mundo ideal que se fusionaban cuando las grandes mentes de la época observaban las difusas arquitecturas de humo de tabaco que flotaban en el aire, delante de sus ojos.

    El azúcar, por el contrario, es absolutamente necesaria; un componente indispensable en el torrente sanguíneo de todo ser humano. Por tanto (dice Don Fernando) ésta es humilde, vulgar, animal, encadenada a su propio peso distópico, limitada por toda restricción que puedan imponer las leyes de la biología y la historia.

    Los pesados componentes del inmenso y complejo juguete de cristal que propone Campos-Pons, en respuesta no sólo a Ortiz, sino a la historia cubana misma, aceptan y enfatizan la corporeidad del azúcar. También, hacen un fuerte recordatorio de que el azúcar es destilada en ron—por tanto, en espíritu (en español, espiritoso también significa alcohólico). En el buqué que estos exudan, la evaporación a que se someten cuando son destilados y el efecto exaltador, realzante que infligen temporalmente sobre la moral humana, los espíritus alcohólicos que produce el azúcar refutan la asociación del azúcar que hace Ortiz con el peso desmesurado. Además, las estanterías de cualquier proveedor, con su surtido de botellas destelleantes, de diferentes tamaños y colores, cada una promocionando a gritos las cualidades únicas del líquido que contienen, confirman que el azúcar sí tiene un lugar en lo que Ortiz representa como el área masculina del conocimiento, en las discriminatorias jerarquías y en los discrepantes precios de venta. Si ninguna cantidad de dinero comprará una mejor Cola para su Cuba Libre, el dinero sin dudas le comprará un mejor ron.

    Pero lo que importa aquí no es el mercado con sus jerarquías y cuantificaciones. En su lugar, la transparencia hueca, pesada, de estos navíos soplados de forma artesanal ha sido convocada a existir para exaltar la carnalidad líquida, densa del azúcar y proclamar una propiedad que ésta comparte con el alcohol. Ambos son preservantes: conservan la fruta y otras sustancias mundanas de los estragos bacteriales del tiempo. El azúcar y el alcohol transportan sabores, momentos, esencias, a través del largo curso de los años. Los recipientes de cristal en Alquimia del alma plantean una respuesta a una vieja tradición cubana que saca partido de tales navíos y de sus contenidos de una forma muy particular.

    Cuando la mujer de la casa tiene un niño, la tradición requiere la preparación de un aliñado. Luego de anunciado el embarazo, un frasco de cristal vacío y grande es colocado en un rincón de poco acceso de la cocina, que sea frío y oscuro y así comienza el lento proceso de llenarlo. Cuando los niños se suben en los árboles para coger frutas o recopilan lo que el viento ha sacudido al piso, separan un poquito extra para el aliñado. Sus madres cortan cualquiera que sea la fruta de estación y la ponen en la vasija. Levadura, azúcar, agua y trozos de caña de azúcar son añadidos también y a veces incluso arroz—lo que haya quedado de los granos blancos que le llovieron a la pareja feliz, a su salida de la iglesia. Una o dos botellas del ardiente alcohol de la caña conocido como aguardiente van adentro también. Mientras el bebé se gesta y crece, escribe el filósofo Antonio José Ponte, nuevos ingredientes son incorporados al aliñado, que se gesta y crece cerca. El vientre y la vasija de cristal son hermanados misteriosamente. Tarde en la noche, cuando la casa está tranquila, la madre escucha el glug de una burbuja emergiendo de las profundidades del aliñado mientras su bebé se mueve dentro de ella.

    La mujer que no logra dormir se encuentra entre dos abismos: en la ventana estrellas, planetas silentes y en la cocina la odisea microscópica de las fermentaciones… Constelaciones vagabundas, pudriciones estelares: todo se expande lentamente.

    En nueve meses, el frasco está lleno. El aliñado está listo ahora para brindar por el nacimiento del bebé y por su bautizo. Más se degustará en las grandes ocasiones de su niñez y adolescencia y éste se sacará de nuevo el día de la boda del niño adulto cuando la dulzura afrutada de su contenido será contrarrestada con una dosis de alcohol. En cada celebración los sabores del aliñado serán diferentes mientras los azúcares y los alcoholes evolucionan. Cuando llegue la próxima generación, para extender el linaje, los aliñados de la madre y del padre serán mezclados con todos los otros ingredientes en una nueva vasija. Cada aliñado individual es único, como el ADN.

    El aliñado es una teoría cubana y una teoría de tiempo. Éste adopta y trasmite tanto como pueda contener, preservando el pasado, ya sea dulce, ácido o amargo, para ser saboreado en el flujo infinito de su transformación perpetua. Alquimia del Alma, Elixir para los Espíritus ensalza y destila todos los siglos de La Vega y a cada individuo que trabajó allí incesantemente. Hay tantos de éstos, como estrellas visibles en el cielo, cada uno empeñado en sacar el máximo partido de la mano que escribe la historia, vertiendo toda una vida de fortaleza psíquica, estamina física, gracia espiritual, destreza atlética y elasticidad de bailarín de ballet en el azúcar; en la producción de azúcar. El linaje y la fuerza vitalicia de cada uno de esos seres únicos fluye en el singular y necesario licor que María Magdalena Campos-Pons nos lleva ahora a los labios.